Ayer fue la cena de empresa. Había sido una semana agotadora y lo menos que me apetecía era ver a es@s compañer@s que habían intervenido en el último proyecto. Si no llega a ser por Sara no lo logramos.
Ambas habíamos estado haciendo horas extra toda la semana. A pesar de toda la carga laboral, los pequeños momentos de descanso los habíamos pasado hablando, riendo y conociéndonos más; aunque llevábamos años en la empresa nunca habíamos coincidido más allá de algún trayecto en ascensor.
Durante este proyecto me había acercado a casa alguna vez, cuando salíamos de la oficina bien entrada la madrugada, y los últimos días había una energía diferente entre nosotras. Algún roce de manos al pasarnos documentos que se alargaban más de lo preciso, sonrisas nerviosas durante las comidas, su dedo pulgar pasando por la comisura de mi boca para limpiarme el día que comimos aquellas enormes hamburguesas… Estaba empezando a sentir algo más que compañerismo por ella, me hervía la sangre solo con pensarla.
El día de la cena esperé a que llegara a la parada de bus cercana, entramos juntas y me senté frente a ella. Pasamos la cena hablando entre nosotras, como si el resto de la mesa no fueran más que sombras sin voz. Sara era metódica comiendo y degustaba cada bocado como si fuera lo más delicioso que hubiera probado jamás. Ocasionalmente se humedecía los labios con la lengua, eliminando algún resto de salsa, y yo imaginaba que era mi lengua. Me sonreía ajena a mis pensamientos, ¿o tal vez no tanto? Creo que se me notaba en la cara que la estaba desnudando con la mirada. Habría barrido la mesa lanzándome a sus labios en el preciso momento que sacó la lengua en una mueca cómica.
La salsa de los langostinos a la plancha se le escurría por los dedos, y me quedé absorta imaginando otro fluido en ellos. En especial cuando al terminar los lamió uno a uno lentamente antes de limpiarse con la servilleta. Sin ella saberlo me estaba poniendo a mil, ¿o tal vez lo sabía y jugaba con ello? Brindamos toda la mesa, y al chocar mi copa con la suya, mirándonos a los ojos, me mordí el labio y Sara sonrió pícaramente.
La tarta del postre sacó ese lado exhibicionista que tengo, y sin importar quién pudiera verme saboreé el dulce poco a poco, pasando la lengua varias veces por la cuchara antes de meterla en la boca y sacarla limpia. “Ojalá fueran los pezones de Sara y no esta aburrida tarta”, pensé. Su cara cambiaba la expresión, se removía nerviosa en el asiento y daba vueltas a su café sin parar, pero sin dejar de observarme. Cualquiera diría que entendía mis intenciones.
Al terminar, uno de los responsables de equipo se ofreció a llevarnos a casa a Sara, a otro compañero y a mí. Llegamos a mi casa, y Sara bajó del coche conmigo diciendo: “No te vayas sin mí, ¿o no recuerdas que dejé el coche aquí?”, acompañando su frase con un guiño. “Sí, cierto. ¡Qué cabeza la mía!”, respondí yo.
...
Continuará…