Había sido un día largo de reuniones, llegar a casa y tumbarme en el sofá era lo único que quería... hasta que entré por la puerta.
Al final del pasillo sonaba el agua de la regadera corriendo y Max canturreando bajo ella. Dejé mi bolsa en la entrada y, a medida que avanzaba por el pasillo, me fui desnudando dejando un camino de ropa, como si cada prenda que me quitara liberara un poco más mi estrés.
Llegué al baño y me paré junto a la mampara, distrayéndome con la atractiva visión de Max enjabonándose, percatándome de cómo la espuma resbalaba por su cuerpo y el agua se llevaba cada partícula siguiendo sus formas. Se giró y me vio a través del cristal, observándole. Sonrió y me hizo un gesto invitándome a entrar. Me quité las pantis ante su atenta mirada y me deslicé entre sus brazos, abrazándole tan fuerte como me era posible.
Desnudarme había sido liberador, pero necesitaba algo más para volverme a sentir en paz. Lo necesitaba a él.
Besé su cuello húmedo y acaricié su espalda, clavando los dedos cuando mis manos se deslizaban hasta su trasero mientras lo atraía hacia mí. Me mojó el cuerpo con el grifo con delicadeza y comenzó a enjabonarme de manera casi ceremonial; muy despacio, recreándose en cada rincón, pliegue y curva. Para entonces mi cuerpo no estaba mojado solo por fuera, y mis muslos fantaseaban con rodear su cintura. Sujetó el grifo de nuevo enjuagándome al mismo tiempo que su otra mano acariciaba con disimulo mi piel. Dio más potencia al grifo y lo dirigió entre mis labios ya hinchados, provocándome un espasmo al encontrarse el chorro con mi clítoris.
Se colocó a mi espalda sin mover el grifo de su nueva y placentera ubicación, internó la mano entre mis piernas y rebuscó en mi humedad más profunda con mis gemidos como hilo musical. “Hazlo, lo necesito”, le pedí. En ese momento sacó los dedos, arrimó su pelvis y me penetró con firmeza. Un fuerte gemido y un empate que me hizo apoyarme en la pared para no caerme. Siguió penetrándome despacio, con fuerza, profundo, sin apartar el grifo de me estremecía y mordiendo mi cuello en cada penetración.
El agua caía cálida entre mis piernas y era incapaz de distinguir cuánto calor sería del agua, y cuánto de mi propia humedad y lo mucho que me excitaba Max cuando sabía exactamente qué teclas tocar y cómo. Llevó una mano a mi pecho, apretándolo fuerte sin cesar su movimiento de caderas. El choque de su cuerpo contra el mío formaba una dulce y potente melodía con la cadencia perfecta.
Salió de mí cuando estaba a punto de encontrar el nirvana, me giré para buscar más y me apretó contra la pared de la ducha, se arrodilló y encontró mi clítoris con la lengua. Apoyé una pierna sobre su hombro y se clavó más a mí, devorándome con tanta ansia como placer me daba. Con alta dificultad me agarraba a la pared mientras el orgasmo me invadía, y Max no parecía querer parar de hacerme gritar.
Bajé la pierna de su hombro, en parte por estabilidad, en parte por pedirle clemencia. Con mis orgasmos aun brillando en mis ojos y su satisfacción por lo proporcionado en los suyos, acerqué el pie a su entrepierna y comencé a acariciar la latente erección sin apartar la mirada de sus intensos ojos. No tardó en agarrarme los muslos y arquear la espalda mientras explotaba de placer sobre mi pie.
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La mejor terapia, ¿quién dijo estrés?