La primera cita había sido prácticamente un desastre. Llegó tarde, se le cayó la cerveza en mi regazo y me arreó un cabezazo por accidente que todavía me pregunto si quería besarme o noquearme. Volví a casa convencida de que no habría una segunda, nunca fui aficionada a los deportes de riesgo.

 

Me estaba metiendo en la cama cuando me escribió. Se disculpaba por el retraso, por la torpeza y el cabezazo, y me intentó explicar, ahora más tranquilo en la distancia, el día que había tenido. Lo raro es que la cita no fuera peor...

 

Le llamé. Quizá podíamos intentar recuperar ese tiempo perdido entre lo sientos y accidentes. Resultó ser de esas personas que, cuenten lo que cuenten, lo hacen de tal manera que no te cansas de escuchar. Me hacía reír, y el nivel de confianza entre amb@s se estaba volviendo cómodamente natural. La conversación fluía entre anécdotas y banalidades, pero con bromas el tono se iba calentando.

 

No tardaron en desaparecer las bromas y, con ellas, mis bragas. Hablábamos de fantasías eróticas, y mi cuerpo respondía al estímulo instintivamente. Él hablaba y yo acariciaba mis pezones por encima de la camiseta. Ahora me arrepentía de no haberle invitado a subir, pero ¿quién imaginaría esto con la cita que habíamos tenido?

 

Juntaba los muslos y los apretaba, moviendo suavemente las caderas. Su tono era calmado, espaciando las palabras, como paladeándolas antes de susurrármelas al oído, y yo empezaba a derretirme de las ganas. Estaba muy excitada, pero no acababa de atreverme a decírselo, apenas habíamos pasado un par de horas juntos, ¡y ya llevábamos más tiempo hablando por teléfono!

 

Me rendí. Si se asustaba todo quedaría en una anécdota, pero si reaccionaba bien, podía ser muy interesante. Sutilmente le dije que la noche estaba acabando mejor de lo que parecía y que ahora la cama se me tornaba demasiado grande y fría. Se quedó en silencio. Me la jugué del todo: “para lo caliente que tengo el cuerpo”, apostillé. Volvió a hacerse el silencio, y ya temía que este fuera perenne al cortarse la llamada desde el otro lado.

 

Tardó unos segundos en reaccionar y preguntarme si había empezado sin él. Me reí. Tuve que ser sincera y relatarle lo húmeda que estaba a estas alturas y lo mucho que me apetecía que me desarrollara más esa última fantasía. No se hizo de rogar, raudo, empezó a detallar cada paso, cada caricia, cada embestida…

 

Mis manos recorrían mi anatomía siguiendo a sus palabras, y mi cuerpo se imaginaba al suyo; caliente, tenso, fuerte, sujetándome con firmeza mientras mis caderas se movían al ritmo de las suyas, alcanzando todos esos puntos que te dejan sin aliento, con una mueca muda, las manos aferradas a las sábanas y los muslos mojados.

 

Amb@s jadeantes nos quedamos en silencio, solo escuchando nuestras agitadas respiraciones al teléfono. Mis labios sonreían entre incredulidad y placer residual. “Creo que ya hemos roto la mala suerte”, me dijo entre risas.

 

...

 

Parece ser que al final sí habrá una segunda cita…