Empleo mis últimas fuerzas para llegar al bar de la esquina. Consigo la última mesa a la sombra y pido agua y un helado. Comería hielo, pero me parece poco práctico.
Con la boca fría y mi cuerpo templándose a la sombra, miro a mi alrededor, evaluando el entorno y buscando algo entretenido con lo que acompañar el helado.
Me fijo en una de las mesas más alejadas, donde un hombre pone a prueba la resistencia humana al leer bajo el abrasador sol de media tarde. Empiezo a preguntarme qué estará leyendo, si no tiene calor, si es un superhombre con aire acondicionado incorporado, si se ha preparado para soportar crudamente con esa camisa negra que deja entrever los tatuajes del antebrazo. Imperturbable por el calor, como si el verano le hubiera pillado por sorpresa en la terraza.
Mi mente comienza a montarse una película, imaginando cómo ha sido su día, en qué pensaba al sentarse al sol, qué se le pasa por la cabeza cuando levanta la mirada y me ve observándole en la distancia mientras lamo lentamente mi helado.
El morbo se apodera de mí, y sin dejar de mirarle con fingido disimulo, lamo el helado cada vez con más detenimiento. Varias personas a mi alrededor me miran entre la extrañeza y la curiosidad, no pierden detalle de cómo mi lengua va consumiendo el helado, la gota que cae sobre mi dedo, cómo lo llevo a la boca y lo limpio entre mis labios con todo el erotismo que soy capaz de transmitir…
Sólo puedo pensar en lo que mi inesperada excitación desea; comerme a ese hombre como si fuera el helado más refrescante del universo.
El disimulo cada vez me sale peor y veo como el hombre se levanta y entra en el bar. Pienso que le he asustado, y no me extraña. ¿Una loca con la mirada fija en mí mientras se come un helado? Yo habría aguantado mucho menos. Pero no sé qué me ha pasado, apenas me regía el cerebro con tanto calor.
Continúo comiendo el helado, ahora sin tanta motivación, al fin y al cabo, el público que me interesaba se había marchado apabullado, qué le iba a hacer. Aprendería la lección y perfeccionaría mi sutileza erótico-festiva con desconocidos.
Me centro en el pensamiento que me ataca ahora, las infinitas posibilidades si la cosa hubiera llegado a más, todo aquello que podría estar pasando en universos paralelos y por desgracia no en el mío. Doy vueltas a la idea, pero no hace falta que piense mucho. A los pocos minutos una mano se posa sobre mi hombro.
El hombre de la camisa negra se inclina levemente hacia mí y me pregunta si puede acompañarme. Con un gesto le señalo la silla más cercana, aunque le habría señalado la dirección a mi casa de haberme orientado.
Se sienta y sin decir nada quita el papel de un helado y comienza a lamerlo, como si imitara lo que yo hacía mientras le observaba. Me mira fijamente a los ojos, solo desviaba la mirada para repasarme rápidamente, siempre con la lengua centrada en su helado, lamiéndolo, abarcándolo con los labios, recogiendo cada gota que escurría por el cucurucho.
En mi mente ya no tenía un helado entre los labios, sino que jugaba entre mis muslos, sin apartar la mirada. Yo lamía mi helado y sobra decir que tampoco lo visualizaba al hacerlo. Ambos sabíamos que nuestra pasión láctea no era más que una excusa. Un artificio para no saltarnos encima, arrasar la mesa y comer aquello que realmente deseábamos.
Terminé mi helado, me lamí los labios y me levanté ante su atenta mirada. Extendí el brazo con mi tarjeta entre los dedos y le dije: “Si quieres repetir, encuéntrame”.
...
En menos de 5 minutos un mail: “Lo próximo que se derretirá entre mis labios serás tú”. Uf, eso sí que es una ola de calor…